El helado, sagrada comida que no debe desperdiciarse ni dejarse arruinar por el calor, se estaba derritiendo. Alcanzaba la mano en pequeños hilos de colores marrones, algunos más oscuros, otros más claros. Se estaba pegoteando a la servilleta, que saturada se pegaba al cucurucho intentando formar una masa única e indistinguible, que podría ser devorada en conjunto, ya sea por un mordiscón o por una lamida furiosa, con más visos de corrección y ajuste que de metodología de ingesta.
No era la falta de frío la principal delatora del estado de las cosas, sino el efecto pegote que se estaba formando entre los dedos. Pronto habría que lavarse las manos en alguna canilla, no habría paños húmedos que resolvieran la situación, solo resultarían un paliativo hasta alcanzar la mentada canilla.
Los bordes curvos y granulares en los picos de la masa fría habían desaparecido, entre lenguetazo y lenguetazo se les había dado una forma más bien redonda, hasta alcanzar un dibujo que bien podría ocupar el espacio interior de una cúpula ojival. Ahora mismo esa estructura era la misma que permitía la afluencia de los ríos, pequeños pero portantes, de masa líquida que se deslizaban hasta alcanzar la mano, capaces de encontrar los intersticios formados por los dedos, que envolvían el cucurucho.
El continuo formado por el cucurucho y la masa que ocupaba el interior del mismo sostenía su posición, aún era posible ver la prolija línea que trazaban hermanándose, pero la opacidad original del helado había dado lugar a un brillo que era propio de la primera capa de material derretido, esa delgada capa que funcionaba separando el cálido aire del exterior de la siguiente capa ya fría de esa mezcla de crema, yemas de huevo, azúcar y, en este caso, trozos infinitesimalmente pequeños de chocolate que le daban el sabor característico. La función de dicha capa es brindar una última defensa, resistiendo, absorbiendo los golpes de las pequeñas partículas veloces del aire, sin casi comunicarlas al interior, y de esa manera, aislando toda esa kinesis de las estables y poco móviles partículas del interior que aún recordaban la lección aprendida en las heladeras.
Pero toda batalla que se sostiene durante mucho tiempo genera un desgaste, un estrés. Así como el desgaste desluce a las mejores tropas, el cansancio nos roba de nuestros mejores momentos, la capa aislante crece para ser, y en ese crecimiento se desforma. Ese crecimiento es parte de su condena. Abarrocado a su forma de ser, el material ambiciona, se acumula, resulta demasiado y en un intento último de sostener la posición, su propio peso lo traiciona. El tren de partículas será arrastrado a gran velocidad con dirección al piso, solo para encontrar en la mano el primer obstáculo a franquear. La masa está condenada por su propia naturaleza, por su propio comportamiento. Es eso o ser devorado.
Cuando los dedos estuvieran llenos de helado y el cucurucho hubiera perdido su capacidad estructural, el dueño de la lengua comprendería que su breve lapsus reflexivo había implicado consecuencias catastróficas: no se podría ya maniobrar con libertad sin poner en juego la totalidad de la operatoria, todo parecía estar más allá de un posible rescate. En ese momento comenzó a abrazar la idea de dejar todo ser, de soltar, dejar caer, asumir la mano pegoteada y la servilleta desbordada. Contempló el vacío que representaba la volición de ser en esta mínima versión de su vida. Anheló volver a la anterior o simplemente dar paso a la siguiente. Dejó caer el helado en el tacho y mientras se enjuagaba las manos en el baño recordó que era martes, el día menos importante. Meditó sobre lo sucedido. Concluyó que media vida de comer helado no le había enseñado a hacerlo sin mancharse ni pegotearse. Se miró al espejo y se prometió no volver a comer helado nunca más.
Fue lo mismo que pensó el viernes siguiente, cuando entraron juntos y le susurró al oído:
- Es a donde me traían de chiquito... es el mejor!