Podría haber estado en la parada de colectivo horas, bueno no sé si horas pero si un buen rato. Me quedaba parado mirando ese infinito que forman los cordones de calles intentando calmar mi ansiedad, cosa que lograría si veía doblar varias calles más abajo el colectivo que me llevaría hasta lo de Marcelo, mi profesor de guitarra.
No tendría más que catorce años, un par de años menos que los que tiene mi hijo ahora, llevaba el pelo largo, zapatillas negras, jeans negros, remera negra y estaba parado en la esquina del barrio más tierno y dulce del mundo queriendo ser un animal metálico.
A esa edad podía quedarme mirando instrumentos en una vidriera sin siquiera saber si eran buenos o no, si sonarían bien y hasta en algunos casos, sin poder imaginar el género musical en el que podían ser empleados. Si me miraban fuerte y me preguntaban cuál era un bandoneon y cuál un acordeón, arriesgaba transpirando y palpitando temiendo confundirme. Quería impresionar, quería mostrar que sabía.
Ese día de la parada el viaje había comenzado horas antes en casa, ponía y sacaba la guitarra eléctrica de su funda unas cuatro veces cada diez minutos. La sacaba y tocaba,luego pensaba que se podía cortar una cuerda o podía romperse el cable o la correa y la volvía a guardar, soñando con el momento en que la podría usar en clase. Sería la primera vez que la llevaría a lo de mi profesor, que siempre me prestaba una Kramer que tenía con algunas modificaciones, que nunca supe cuales eran pero sospechaba de algunos injertos de plomo en el cuerpo porque pesaba una tonelada. Me resultaba cansador sostenerla en la pierna durante la clase, pero tenía un mango dulce, terriblemente dulce que dejaba deslizar los dedos con una facilidad que me provocaba querer prender fuego la criolla que había en casa, la única con la que podía practicar.
Cuando se acercó la hora de partir me preparé meticulosamente. Me vestí tomando con mucho cuidado los pasos con los que ejecutaba la tarea, como si la excepcionalidad del evento demandara una ejecución total y absoluta de todas las acciones que restaban por delante. Hasta había pensado como sería la frase que le pronunciaría al chofer del colectivo para pedirle mi boleto.
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El colectivo finalmente llegó y fui a sentarme a un asiento libre que había, guardando cuidadosamente de no golpear la guitarra contra nada, sosteniéndola entre mis piernas y aprendiendo a cuidarla como nunca había logrado cuidar nada, a pesar de haberlo intentado.
A mitad de camino pensé que había olvidado en casa la carpeta donde guardaba las hojas pentagramadas donde mi profesor anotaba los ejercicios, acordes, progresiones o escalas. La tenía en la mochila, pero entonces habría olvidado algo más porque los nervios me estaban comiendo vivo. Solo me calme al pensar que podría mostrarle lo bien que me salía el último ejercicio que había practicado bien.
Pronto estuve frente a la pequeña casa y como llegué temprano, escuchaba desde la puerta al alumno que aún estaba practicando unos acordes que no lograba reconocer. Claramente era alguien más avanzado que yo y estaba aprovechando las inversiones que tanto le gustaban a Marcelo.
El tiempo se agotó, se dejaron de escuchar las guitarras y al corto rato la puerta del frente se abrió. Salió un chico algunos años más grande que yo, pensativo y ensimismado. Guardaba unos papeles sin el menor cuidado en una mochila que no cerraba bien y pasó a mi lado sin prestar la más mínima atención.
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Era una linda guitarra, me dijo mi profesor. La había estado espiando en un catálogo de Ibanez que no sabía ni de donde había salido y estaba al final. El orden del catálogo era de mayor a menor categoría. En las primeras páginas estaban las mejores guitarras, las que eran modelos dedicados a guitarristas famosos o históricos de la marca, y a medida que avanzabamos por las páginas comenzaba a bajar la categoría. Mi guitarra estaba en la última página. Pero yo sabía que esa última página era mejor que muchas otras guitarras. En el catálogo la imagen de la guitarra era un azul francia profundo, con micrófonos negros y detalles en nácar. Estaba enamorado, pero el día que fuimos a comprarla solo la tenían en negro y así fue como mi guitarra fue negra y menos mal que así fue porque pronto conocí a un chico que tenía la azul y cuando la ví en vivo no me gustó.
Ese día en la clase solo podía pensar en mi guitarra y lo linda que se veía, lo lindo que sonaba y lo liviana que era. Creo que Marcelo no me pudo enseñar nada en aquella ocasión, pero supo dejarme disfrutarla. Como seguí haciendo años luego y como sigo haciendo hoy.
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Pasaron muchos años de esa aventura, pero se ha elongado en el tiempo y cada vez que me cuelgo la guitarra siento que entrecruzo mis dedos con ese otro yo que tenía catorce años y que la plástica del tiempo es otra, más electrica, más continua.
Hay pocas cosas que perduraron en el tiempo como esa, todas son hermosas y algunas otras que no duraron tanto, también lo fueron y lo son en mi recuerdo. Me hace feliz pensar que todos los días domino un poquito más el instrumento y aunque esté muy lejos de ser bueno, si creo que dejé de ser sordo, o un poco al menos.