Estaba en la playa, mirando el primer pliegue de mi panza, sintiéndome bien con mi pelo, que acababa de cortar. La camisa era nueva, estilo retro y la llevaba sin abotonar, caía a mis lados y su pálido crema pincelado con palmeras contrastaba con mi bermuda naranja. Me miraba los rollos, miraba la camisa,
miraba mis manos.
Alcé la vista buscando un poco de refugio, el paisaje era inmejorable, Ipanema es una de las mejores playas de Río y fuera de temporada hay muy poca gente a pesar de que el clima está tan rico.
Mi mirada abarcaba el cielo y el mar, las nubes en el horizonte, el morro Dois Irmãos y mi vaso a medio llenar de caipirinha. Me sentí un estúpido. Pensé en volver al hotel y simplemente echarme en la cama hasta la noche, bajar a cenar solo al restaurante de la esquina cómo había hecho las últimas noches y esperar al momento que se me durmieran los labios con el alcohol. Luego conversaría con los mozos y los escucharía darme su felicitación por mi portugués, los escucharía melosos decir que a pesar de mi sotaque se me entendía muy bien. Y nada de todo eso me generaría la más mínima emoción.
Mi itinerario sería el mismo de los días anteriores: del restaurante directo a la barra del bar del hotel, pedir dos o tres tragos mientras escuchaba a un perfecto pianista tocar sin emoción el repertorio de bosa nova que le demandaba el hotel y cuando ya no pudiera más volver arrastrado a mi habitación, ducharme y dormir hasta el mediodía, momento en el que bajaría con mi camisa, mi traje de baño, mi sombrero y mis lentes de sol para caminar descalzo por las calles hasta llegar a la playa y volver a repetir el ciclo. Sentía que estaba cómo entrenado para eso, para repetir el ciclo, esperando que algo extraordinario suceda. Nunca sucede.
Estaba a punto de convencerme que otro atardecer en Ipanema no tenía nada para ofrecerme cuando vino hasta mi, Daniela. Se sentó a mi lado al igual que días atrás y destapó una cerveza que tenía en la mano. En silencio, nos quedamos mirando las olas y el sol bajar.
Había un pequeño resquicio de felicidad en esos actos. Yo estaba condenado al más allá de todo, ya no había estímulo que me generara el más mínimo interés, pero debo decir que el pequeño vertigo que me generaba su presencia era una molestia muy gratificante.
En la segunda o tercera semana de estar ejecutando mi ciclo de forma impoluta, en ocasión en que tenía una pequeña caja térmica con latas de cerveza, se acercó Daniela y me pidió una de ellas con una sonrisa encandilante. Tiene esa forma de reirse hasta con los ojos tan propia de algunas mujeres. Tomé una lata y sin mirarla se la extendí, mientras le decía que no hacía falta ninguna mímica, la respuesta sería``si o no'' solo dependiendo de mis ganas de tomar y la cantidad restante.
Durante cuatro tardes siguió repitiendo su rito, llegaba, posaba, sonreía, me pedía que le convidara de lo que estaba bebiendo y luego de un rato simplemente se marchaba. La cuarta ocasión fue distinta, se sentó luego de recibir su cerveza y comenzó a hablarme sin esperar que la escuchara, sin esperar a que le respondiera. Me contó que se llamaba Daniela, que hacía veinte años vivía en Río y que no recordaba cómo había llegado. Dijo que todos los hombres eran unos imbéciles y fue en ese momento cuando le dirijí mi primera mirada. Se disculpó e hizo un gesto con la lata, cómo para no quedar desagradecida y luego simplemente se quedó callada. Yo solo dije que la entendía y seguí bebiendo de mi lata. Luego de eso estuvo varios días sin aparecer.
El día en que volvió, lo hizo con tres o cuatro de esas botellas pequeñas, se quedó con una y depositó las restantes en mi cajita térmica. Bebió en silencio y con la mirada en el horizonte, cerca del sol. Fue la primera vez que la miré profundamente, escrutando las marcas en su cara, en los ojos, las lineas de su nariz, los poros, lo hermoso de sus oscuros ojos, la forma lenta que tenía de parpadear. Me imaginé la cantidad de hombres que perdieron la razón por culpa de esta mujer pero no pude ver el rastro de ninguno de ellos en su expresión. Cuando se movió para tomar otra botella de cerveza le conté por qué estaba allí, en cinco palabras. Se quedó inmovil con la mano sobre el cuello de la botella y luego de dos o tres parpadeos, sin cambiar la expresión de su rostro, simplemente asintió, tomó la cerveza y luego de destaparla se dedicó a beber en silencio. Así nos quedamos hasta que el sol desapareció. Se levantó un momento después y mientras sacudía la arena de sus ropas y su cuerpo, me agradeció por estar allí y me miró. Supe que se estaba despidiendo.
Esa noche volví al hotel, junté las cosas y dejé todo preparado para irme al otro día. No cené, no salí, no hablé. El día siguiente por la tarde, subí al asiento trasero de un auto que me llevaría al aeropuerto. Mientras recorría los caminos de cemento y pintura, me imaginé sentado en la playa cómo había estado todos los días. Como todos los días llegaba Daniela, pero ese día hablábamos y llorábamos, nos reíamos y nos amábamos, para después volver a ser dos perfectos desconocidos.
El avión despegó puntual y cuando viró pude ver el Pão de Açucar, vi el teleférico surcar el aire, parecía que volaba, cómo si los cables no estuvieran. Pero estaban.
Nunca me subí.