Bajé y crucé el túnel hasta salir de la estación y caminar esa corta cuadra que parece no existir de veras sino que fue puesta cuando la estación. Cuando llegué a Constitución el atardecer comenzaba y la luz daba fuerza a los colores del cielo, pero en mi destino la noche se presentaba fuerte y las luces de la calle estaban encendidas, con ese tono naranja que siempre me hace acordar al verano. Parado ahí, frente a la tienda de deportes de la esquina, mirando hacia sus vidrieras desde el cordón estaba el viejo. Hacía mucho tiempo que no lo veía. Tenía su boina de tela y una camperita liviana, marrón clarita, que de solo versela puesta me dio calor.
- Don Atilio, ¿Cómo está usted?
- Ehh pibe, hacía mucho tiempo que no te veía.
Nos quedamos sentados en la plaza de enfrente, sobre la parecita que bordea el pasto mirando la tienda desde allí. Al principio hubo silencio, pero yo ya lo conocía, simplemente estaba meditando y pronto me largaría algo. Guardé el celular en el saco y me metí las llaves en el bolsillo del pantalón, siempre las tomaba antes de bajarme del tren para calmar un poco la ansiedad que tenía por llegar a casa.
Una noche de hace muchos años estaba yo en esa vidriera, pero cuando era El bar del Sol ¿vos lo conociste al bar del sol, pibe? Si, seguro que si porque no fue hace tanto que cerró. Pero igual yo digo otro bar, uno lindo que se llenaba de gente a la tardecita. Los días de calor como hoy veías a más de uno tomando un vaso de cerveza tirada. Estaban todos sentados solos sin hacer nada, uno por mesa, simplemente estaban dejando pasar el calor. Pero yo me sentaba solo a esperar una compañía. Norita se tomaba el tren en Avellaneda y llegaba un poquito antes de las seis, pasaba por el bar y si me veía se metía sin decir nada. Se sentaba a mi mesa y sin decirme ni hola me robaba alguna papita o maní que tenía en la mesa con la cerveza y me preguntaba:
- ¿Qué pasa, galán?
A mi se me iluminaba la cara. No me lo tenía que decir nadie, nunca lo ví, pero lo sentía cada vez que la escuchaba. Si cierro los ojos puedo ver sus labios rojos articulando las palabras. Ella trabajaba de secretaria para un tipo en una empresa importante. Había estudiado mecanografía en la escuela y el padre, que era contador, le había enseñado a leer y a llevar los libros contables. Una mina así valía oro y así la cuidaban. Era más piola que cualquier persona que yo haya conocido, pero en esa época las minas piolas la tenían jodida.
Se quedaba sentada en silencio mirando por la ventana, con el cuerpo echado sobre la mesa, y apenitas si lo veías, pero sonreía contenta. Yo ahí mismo me moría, pero el juego era quedarme en el molde, no venderme y mantenerme tranquilo. Entonces le daba un sorbo a la cerveza y le preguntaba si quería tomar algo. A veces era un té, otras un café. Pero a veces, sin mirarme me decía que me iba a robar traguitos de mi cerveza, y cuando terminaba la frase me miraba de costado, pícara. Yo tenía que hacer un esfuerzo por no saltar hasta el techo, y ella lo sabía, pero creo que lo que más le gustaba era eso, que me las aguantara. Yo por dentro era un carnaval y sólo me ponía a esperar un algo más.
No había nada más. Eso era todo y era más que suficiente. Esperar a Norita y jugar a estar con ella. A ese juego sin reglas escritas y nunca explicado pero que los dos entendíamos bien.
Después lo de siempre, pasaron los años y hoy pasé por la vereda y me acordé del bar y de las tardes que esperaba a que Norita apareciera. Paso casi todos los días por acá, pero no siempre me acuerdo, pero cuando me acuerdo me siento otro, como despertado de un sueño largo largo. Al rato algo me distrae y simplemente sigo caminando y me voy durmiendo despacito de nuevo, caigo en ese sueño de vivir todos los días y estar cansado.
Atilio había estado mirando la vereda todo el tiempo mientras me contaba, pero ahora levantó la cabeza y me miró. Espere encontrarme un rostro triste, unos ojos acuosos. Era la misma cara de siempre del viejo, simplemente era así. Yo también me sentía cansado pero no tenía a qué despertar de mi sueño, ese otro, esa otra realidad, para mí no existían.
- ¡Atilio Juvenal Padilla!
Se escuchó fuerte y claro el grito. Era del kioskero del puesto de revistas que venía con el delantal azul abajo de la panza, le dió la mano al viejo y me miró, se iba a presentar cuando Atilio lo interrumpió:
- Este pibe es un amigo, hace tiempo que no lo veía, pero me dijo que se tenía que ir.
Y así me echó, a su modo. Y de ese modo yo lo quería. Camine las pocas cuadras entre la estación y mi casa. Pensaba en el viejo, en Norita y los sueños. Pero al rato me disipé, estaba cansado y me iba a dormir.