jueves, 16 de julio de 2015

Otro verano



Habían sido tres noches intensas de calor. En cada lugar del mundo dónde estuve la gente tiene la misma idea, si no estuviste allí en verano, no podés saber de qué se trata. Yo soy de Buenos Aires y sé que es así, si no tuviste una noche de verano en Buenos Aires, no hay modo de ponerlo en palabras, no forma satisfactoria de producirle una emoción equivalente, un sentir igual a esa pegajosidad insoportable. Ésta es mi excusa para no describir ese calor, esa soledad de la piel con el medio.

Lucho salía todas las noches con la remera más fresca que encontraba, un cigarrillo, un encendedor y el envase de cerveza. La veda para la venta de alcohol empezaba a las nueve, basta con ir a las ocho y media hasta el chino de la esquina y punto. El rito era ese, buscar la remera, el atado de cigarrillos, el encendedor, elegir uno de los envases del cajón que estaba en el lavadero, y hacer un rollito con los dos o tres billetes para pagar la compra. Bajar los tres pisos por ascensor pensando que la escalera no era tan costosa. Salir, prender el cigarrillo, caminar despacio hasta el chino y comprar una cerveza. Pasarle el envase por la ventanilla de la reja, recibir la nueva cerveza fría y pagar. Despacio caminar hasta el edificio de nuevo y en la puerta, sin importar cuanto se había consumido, tirar el cigarrillo al piso y apagarlo.

Era la gala de la monotonía, la seguridad de la rutina y el soporte para la confianza lo que llevaba a repetir el rito noche a noche. Luego en su casa simplemente bebería la cerveza solo para a veces no terminarla, otras simplemente pensar que dos hubieran estado bien y, las menos de las veces, se despertaba una fiera que buscaba desesperado restos de vino, cervezas viejas o cualquier otro alcohol que hubiera en la casa hasta por hartazgo, nunca por suficiencia, desistir y rumbear a la cama.

En la cuarta noche buscó la remera y el resto de las cosas, bajó y prendió su cigarrillo, caminó y pensó si no iba a ser una de esas noches en que buscaría tomar dos o tres o mil cervezas. En la vereda del chino estaba Marcela, que lo miró fijo pero sin intención en su rostro. Él llegó y luego de un intercambio amable y conveniente de palabras con ella pidió su cerveza al chino y se dispuso a volver. El humo del cigarrillo de Marcela estaba contaminado con el olor de su piel, se dió vuelta para mirarla y vomitando su sinceridad le dijo que los extrañaba.

- ¿Los extrañas? ¿A quienes?
- 'Nos'  nena, 'Nos extraño', a vos y a mí.
- Ah... yo también, pero ya sabés como es.
- Si.

Mientras caminaba a su casa tiró el cigarrillo con destreza unos metros adelante y lo pisó al pasar. Una lenta gota de sudor caía por su espalda, pero ya era de otro verano.