Dejé la pala a un lado de la tierra removida y miré el montículo. El marrón de los pedruscos contrastaba contra el fuerte color verde del pasto. Tenía mucho sudor en el cuerpo, era frío y las manos me temblaban. Recordé a mi padre diciéndome, siendo yo muy pequeño, que había actos y situaciones de las que no se volvía y que la vida a partir de allí ya no era la misma.
Era una mañana de sol y no tendría más de siete u ocho años. Vivíamos en una casa en las afueras y teníamos un jardín enorme que colindaba con un terreno abandonado. Mis padres se habían ido apropiando de a poco de aquel terreno. Pusieron una puerta en la medianera y construyeron un muro en el frente para impedir el acceso, y también, luego entendí, para impedir que los fisgones de turno revelaran la invasión.
La puerta de acceso tenía una traba bien simple, de esas que se corren a un lado y que cuando traban calzan sobre una pieza fija para pasar un candado. La puerta era un marco de caño y el plano un simple alambrado. Con los años la enredadera del muro se fue apropiando del alambrado y si uno no sabía que estaba allí, la puerta era imposible de divisar.
Uno de mis primos había encontrado un huevo de algún ave del barrio, estaba en el piso y mi tío le dijo que la madre ya no lo cuidaría. Así fue como consiguió una caja, una bombilla de baja potencia y le construyó un nido calentito, a los pocos días nació un polluelo asqueroso, sin plumas y con unos pelos feísimos. Él lo encontraba adorable. Todos los días antes de partir a la escuela preparaba un batido y se lo daba con una jeringa de plástico. Poco a poco el polluelo fue creciendo y tuvo plumas, hasta que unas semanas después descubrimos que era un gorrión común, de esos que habitan las plazas de todo el mundo. A los pocos días el instinto lo obligó a querer volar y luego de algún que otro porrazo lo logró. Y a la primera ocasión que tuvo, salió disparado por los cielos para nunca más volver. Mi primo lloró una semana y mi tía lo consolaba explicándole que había salvado a un pajarito, y que ahora, le tocaba ser libre para ser feliz y que él debía estar feliz también. Una explicación muy vacía para un niño de nueve años que había imaginado cruzar el mundo y la vida con un gorrión en el hombro.
El perro había sido un fiel compañero. Luego de que mi mujer me dejara quedé solo en el departamento y su compañía era lo único que tenía. Poco me había importado hasta ese momento y apenas si le prestaba atención. Pero en medio de la soledad fue un refugio emocional cálido y confortable. Le hablaba desesperado y él me miraba, para luego venir con las orejas bajas y apoyarme el hocico en mi muslo, pidiendo unos mimos y dándome una sensación total de comprensión y entendimiento. Le compré la mejor comida desde ese día, lo paseaba y le dedicaba el tiempo que nunca me dediqué a mi mismo. Me obligué a seguir trabajando para poder sostenerlo en las mejores condiciones y sin quererlo, me encontré mudándome a una casa al norte de la ciudad, con un pequeño jardín para que corriera y tomara aire fresco.
La hazaña de mi primo con su gorrión me emocionó, o tal vez, solo fuera ese impulso infantil por alcanzar las metas de otros y entenderlas como propias. Salí por la puerta oculta al terreno de al lado y trepé a un árbol, busqué el nido de algún pájaro y robé un huevo. Cuatro de ellos habitaban el hogar avícola, y seguramente la madre, espantada por mi presencia observó desde alguna rama como hurtaba una de sus crías. Llegué a mi casa y pedí instrucciones precisas sobre como actuar. Mi apuro me traicionó ya que no podía contestar las más simples preguntas, como de dónde había sacado eso, ni como lo había encontrado. Mi madre puso el huevo sobre unos algodones, dentro de un vaso y luego lo guardó en la alacena, diciéndome que hablaría con mi padre del asunto. Fueron horas terribles de espera, pensando coartadas, incluso hasta al punto de negar la historia y esperar que mi padre creyera que mi madre mentía. Durante un rato de la tarde logré olvidar el asunto, pero cuando las luces del auto barrieron la ventana del estar supe que mi hora había llegado y que pronto mi crimen se revelaría y sería castigado.
De poco reconstruí mi vida, salvo uno o dos amigos, dejé de frecuentar a la mayoría de las personas que conocía, incluso a mi familia, ya que por un motivo u otro no podían evitar traer a colación lo lamentable de mi separación y lo duro que había sido, incluso para ellos. Algunos de mis amigos lograron entender las señales y venían a mi como si los últimos diez años de mi vida, la boda, los viajes y hasta los planes de comprarnos nuestra casa nunca hubieran existido. Ésos fueron lo que logré conservar, y además, entendieron mi nueva vida perruna.
Había algo inexplicable en mi negación al pasado, el perro era de ella. Lo había comprado unos años antes de separarnos sin preguntarme, sin decirme nada. Simplemente llegó un día con un cachorro, lo presentó y lo soltó por la casa. Tal vez mi desidia estaba vinculada a ese hecho, como jamás me había hecho partícipe, no se me ocurrió tomar parte del asunto y dejar crecer un amor por el chucho.
Pero luego de separados todo eso cambió, quedamos él y yo, y él me necesitaba, tanto o más que yo a él. Cuando salíamos por la costanera a caminar éramos un dúo bien llevado, sin correa él iba y venía, sin molestar a nadie, no ladraba a otros perros ni marcaba su territorio, sabía que estábamos allí solo de paso.
Mi padre vio el vaso y sin mover la cabeza me clavó los ojos. Me preguntó de donde había salido y sin saber qué cosa me poseía comencé a contar la verdad, de punta a punta. Luego de la declaración cruzaron una mirada y tomaron una decisión. Si bien me explicaron que todo aquello que había hecho estaba mal de cabo a rabo, me dejaron conservar el huevo bajo la condición de que cuidaría de él con máximo esmero y que al momento oportuno lo liberaría. Así fue que llamé a mi primo entusiasmado, pidiendo información sobre la caja, la bombilla, el material del nido y los alimentos que debía proporcionarle. Al pié de la letra cumplí las instrucciones y al cabo de pocos días, mucho antes de lo esperado, nació mi polluelo. Era un poco más grande que el gorrión al nacer, y tenía un tono grisáceo en la piel. A diferencia del de mi primo, éste no quería comer en ningún momento y apenas si se movía. De a poco logré que tomara el alimento y día a día anotaba los cambios que encontraba en una libreta que mi padre me regaló para el caso. Mi padre no decía nada, pero mi ave no se veía bien. Al pasar unos días sus pelos se cayeron pero no apareció ninguna pluma, uno de los ojos estaba abierto mientras que el otro permanecía pegado por una melaza amarilla y traslúcida. Al volver de la escuela el sexto día de haber salido del huevo mi madre me dijo que había muerto. Solo podía pensar en la madre, en alguna rama, viendo como hurtaba a su cría, impotente y triste.
No había pasado un año y mi vida era completamente diferente. Tenía una casa, un perro, en mi trabajo las perspectivas eran excelentes y me sentía más libre que nunca. Hubo días en que me cuestionaba el momento de haberme casado siendo tan joven. Estaba pletórico y feliz, habiendo encontrado una rutina que me encarrilaba. A la vuelta de una caminata costanera en la puerta de casa estaba parada mi ex. Llegué a su lado como si no la hubiera visto y al pasar la llave por la cerradura le pregunté que quería.
- Vengo por el perro.
Cuatro palabras muy fáciles de decir, muy fáciles de soltar, muy claras y resonantes. Cuatro palabras que clavaron un puñal en mi pecho, cuatro palabras que sabía que pronunciaría desde los cincuenta metros anteriores a mi llegada, desde que la vi.
Mi padre llegó a casa y habló en la cocina con mi madre, yo esperaba sentado en el estar, mirando la caja donde estaba en polluelo muerto. La tenía en el regazo y mis lágrimas caían sobre el cartón sin salpicar. Al salir de la cocina me puso una mano en el hombro y me pidió que lo acompañara, tomó del armario del jardín una pequeña pala de jardinería y me llevó al terreno de al lado, me preguntó cuál era el árbol del que había tomado el huevo y entre sus raíces se puso a escavar. Una vez hecho el lugar para la caja me la pidió y mientras tapaba con un poco de tierra el improvisado féretro, me dijo que posiblemente el pajarito estuviera malo desde un principio, que tal vez yo no tenía la culpa, pero que en todo caso, había actos y situaciones de las que no se volvía y que la vida a partir de allí ya no era la misma. Me dijo también que no entendería en ese momento esas palabras, pero que ya más de grande las entendería y me ayudarían a crecer.
Sin siquiera mirarla a la cara asentí, le dije que me diera un minuto, que le iba a dar dos o tres de los juguetes para que se los lleve. Al entrar a la casa el perro marchó al fondo como de costumbre y yo fui detrás de él. Junté dos huesos falsos, una pelota mordida y un pantalón que usaba para fútbol pero que en un descuido dejé que destrozara. Allí en el patio estaban mi herramientas y entre ellas mi nueva pala, había pensado hacer un pequeño pozo para meterle agua y tener mi propio espejo de agua. Acomodé las cosas en un rincón, sobre una silla blanca de plástico y me acerqué al chucho, que orinaba las plantas para marcar su terreno. De atrás le di un golpe seco en la cabeza y lo maté al instante. Lo vi allí, tumbado, sin ningún movimiento. Comencé a cavar el pozo y bien pronto me encontré cansado, los ruidos del timbre se volvían cada vez más intensos y duraderos. La boca se me secó y una saliva pastosa me corría por entre los labios. Ni bien acomodé el cuerpo comencé a taparlo y solo cuando terminé noté que ya no había más timbres sonando, solo silencio. Recordé las palabras de mi padre y me senté en la silla, apoyé el mentón sobre el mango de la pala y dejé que las emociones me corrieran. El sol recién se había puesto, pero aún el cielo estaba iluminado.