Era mucho más azul de lo que había imaginado jamás. Estaba sentado en la banda mirando hacia abajo. Un abajo que no se terminaba, era tan azul que me hipnotizaba. Por un momento pensé que no iba a volver jamás a ningún lado, que ese profundo mar me tomaría en sus brazos y me acunaría en esa paz remota y gigante.
El procedimiento me lo explicaron a la perfección, si algo quería yo era un médico técnico, alguien que me diera las instrucciones y las explicaciones del caso como si fuera a construir un puente y me explicara con detalle los planos, los materiales a utilizar, como fraguaría el hormigón, como serían los tiempos y cuanto había que esperar para poder comenzar a depositar la capa asfáltica. No quería alguien que me dijera que todo iba a estar bien, sino que me dejara claro que había un proceso paso a paso. De un momento a otro insertarían una aguja entre mis vertebras, tomarían una muestra del líquido y eso sería todo. El riesgo era insertar incorrectamente la aguja y generar un daño permanente o aún peor, generar una infección que podría destruirme el sistema nervioso en cuestión de horas.
Allí estaba, en posición fetal y de costado, más de treinta años después de haber nacido, esperando que un cuerpo metálico atravesara mi piel, mis músculos, encontrara su destino y gota a gota, tomara su muestra. Todo iba a salir bien, pero el temor era sobrecogedor. Me comí los mocos como pocas veces en mi vida.
La noche no era tan bella como otras, solo estrellas en el cielo y ninguna luna que me mostrara las olas. El timón tiraba un poco y constantemente se sentía el agua debajo del casco moviendo todo para cualquier lado. Tres almas dormían plácidas en la cabina y mi mano en la caña sostenía sus vidas y la mía. No había nada de temor, sino todo lo contrario, cada bocanada de aire era vivir, cada orzada hinchaba mis pulmones y tiraba hacia adelante. No había manera de saber hacia donde nos dirigíamos, no por lo menos con la vista. Solamente confiar en el rumbo del compás y seguir. Sesenta y ocho, setenta y dos, sesenta y cuatro y otra ola nos ponía de nuevo en setenta. Horas llevando el ritmo, horas atento con la vista en la oscuridad, horas escuchando cada sonido para saber si todo estaba bien. Todo estaba bien.
Sentí los músculos de mi espalda contraerse solos y me asusté, comencé a explicarle lleno de temor a la troupe de médicos y enfermeros lo que sentía para poder guiarlos. El temor nublaba todo y potenciaba cualquier sensación. Intentaban calmarme y me pedían que me quedara lo más quieto posible, cualquier movimiento podía generar un error en el proceso y ya me habían explicado claramente lo que eso implicaba. Luego se calmaron y yo no soportaba la presión, creía que estallaría bajo las luces, sobre la camilla. Y en ese momento sentí su calma que me colmaba desde el otro lado, ellos veían todo pero no decían nada. Y escuché, escuché como hablaban y se relajaban, todo tenía que estar yendo de maravillas. Cuando les pregunté me explicaron que todo iba según lo planeado y que tuviera paciencia, gota a gota, había que esperar que se llenaran los tubitos.
Sin darme cuenta veía un poco las olas, había menos estrellas y ya veía el tope del palo, sin mucho esfuerzo. No amanecía aún, pero la luz del amanecer próximo me daba una calma que no me había hecho falta, pero que no tenía. De a poco se dibujó el horizonte, no hacía falta la luz monitor del compás para leerlo y unas nubes lejanas y altas adornaban el cielo por donde saldría el sol. Ya escuchaba menos y veía más. Ya intentaba leer el movimiento del agua para anticiparlo, en lugar de sentirlo bajo el casco. Una noche más había pasado.
Escuché al médico decirme "Bueno, ya está" y mi cuerpo y mi ser volvieron a ser uno. Los restos del temor aún corrían por mi sangre y hacían temblar mis músculos como si estuviera tiritando de frío, pero era miedo. Un miedo que nunca había sentido. Lloré en silencio, con los ojos cerrados y a pesar de estar rodeado de gente, estaba solo con mi corazón, y tenía que aguantarlo.
El sol salió finalmente y un poco del riesgo por esas vidas se deslizó por la caña del timón, llegó a la limera, alcanzó la pala y se sumergió para seguir nadando detrás nuestro, sobre la estela, hasta la próxima noche. Pero para eso faltaría. Tanto faltaba, que alcanzaba para olvidarse cada día y volver a sentir lo mismo cada noche.