No podías dejar de mentirme y eso me dolía. Te miré como pude, te sostuve la mirada con todo lo que me costaba. Vi el atado de cigarrillos atrás tuyo, en la mesa, y me fuí a por uno.
Lo encendí y escuché como el papel se quemaba, como se iban incinerando los mechones de tabaco rubio que habían sido prolijamente envueltos por la máquina en la fábrica. Mientras aspiraba el humo pensaba en los miles de tubitos recorriendo el salón de armado. Pensé en las máquinas que cortan el tabaco hasta crear esas hebras, como lo moldean para luego depositarlo en esos papelitos abiertos que serían enrollados con precisión milimétrica por un dispositivo diseñado por un hombre que se ganaba la vida armando esas máquinas.
Salió el humo de la boca y sentí un leve pinchazo en los pulmones. La luz de la cocina se tiñó y me dejé llevar por la formas de las volutas.
Miraba los azulejos de la cocina y me acordé que se parecían a los de la casa de mi abuela. Así y todo no dejaba de doler. Tomé las llaves de la mesa de la cocina, el atado, el encendedor y el móvil. Abrí la puerta y me fuí, no dijiste nada.
A veces era fácil ver que no entendías nada, otras veces simplemente dolía y no había forma de llevar eso a la racionalidad, al entendimiento.
En las escaleras me encontré con la vecina, la señora esa que se queda sin aire cuando sube los dos pisos, me miró y me dijo:
- Esta vez no volvés ¿no?
- No.
Y no volví.