Salíamos de Brasil juntos, casi siempre un poco antes del mediodía, el sol pegaba lindo, era primavera. Doblábamos por Defensa y despacito caminábamos por las vereditas, mirando las vidrieras de los anticuarios. Después de cruzar San Juan nos pasábamos de vereda para pasar por abajo del cartel de la peluquería, tenía uno de esos cilindros con espirales rojas y blancas como las de antes, para nosotros, como la de los dibujos animados. Llegábamos hasta Estados Unidos y doblábamos para el bajo, pasábamos por la facultad y nos metíamos en el puerto.
Hacía pocos años que habían empezado a construir allí, todo estaba medio raro. Algunos terrenos vacíos, otros con edificios abandonados, otros muy nuevos esperando a sus nuevos inquilinos. El puerto estaba partido claramente en dos. Una mitad nueva y funcionando, la otra muriendo despacio, esperando dejar el lugar a las nuevas construcciones. Era precioso caminar por allí, un lugar abierto, con espejos de agua, las barandas altas y las grúas pintadas.
No teníamos nada más que eso y era todo. Simplemente caminar, buscar un banco vacío y sentarnos allí. Había una cosa muy nuestra que era llegar, sentarnos, y cada uno se ponía a leer. Casi siempre al rato ella se recostaba sobre mí, y así nos quedábamos un buen rato. Yo pensaba que no había otro momento más bello, que no podía intentar ir a ningún otro lado, y posiblemente no me equivocaba.
Luego caminábamos un poco más y hablábamos de cualquier cosa, del futuro, de nuestras aspiraciones y los males del mundo. El tango siempre estaba presente. Hacía unos años que los dos, cada uno por su lado, habíamos empezado a buscar otras músicas y caímos en el tango. Nos gustaba ir a conciertos de gratuitos por los teatros de la ciudad, otras veces en algún centro cultural, sentíamos que respirábamos una bohemia y nos enamoramos de ella.
Una tarde, después de caminar un poco llegámos hasta el dique que está justo detrás de la casa Rosada, era uno de los primeros en haberse remodelado y tenía mucha actividad. Queríamos sentarnos en uno de los bancos pero estaba ocupado por una madre con dos niños. Nos pareció que se marcharían pronto y decidimos esperar. Lu se recostó un poco en la baranda y su remera dejó ver la parte baja de la espalda. Al acariciarla allí, lentamente, con mi mano un poco transpirada, sentí como se estremecía y le ví los ojos cerrados con su cabeza apoyada de lado sobre los brazos. Miles de veces la había acariciado, había sentido su cuerpo, su piel. Esa vez quedó impresa en mi cabeza, en mi pecho, en mi mano para siempre. Con el correr del tiempo me la pasaba añorando ese momento, incluso estando con ella en la cama o desayunando semi vestidos en la cocina. Había alcanzado algo que no volvería a encontrar y haberlo vivido era por momentos un premio y por momentos un castigo.
Una de las últimas veces que fuimos fue para finales del verano. Ella estaba recostada sobre mi falda y yo leía unos cuentos, estaba alcanzando el final de uno y sabiendo que ella los había leído quería comentarle las sensaciones que me estaba generando. Al correr el libro y mirarla la vi dormida, muy relajada, con las piernas apenas flexionadas. Tenía puesta una musculosa que dejaba sus preciosos hombros al aire y me quedé un buen rato mirando sus lunares, su piel blanca, sus músculos bien formados haciendo unas pequeñas curvas. Dejé el libro, apoyé una de mis manos en sus caderas y con la otra le acaricié el pelo despacio. Lanzo un breve suspiro y le dije que voz alta: "Pensé que estabas dormida", pero no contestó.
Cansados de la luz y el aire volvíamos a nuestra pequeña cueva para la noche, nos bañabamos, tomábamos una cena liviana y vestidos de gala salíamos a buscar algo donde estimularnos. A veces era una obra en el San Martín, otras una orquesta en la Boca, a veces simplemente nos íbamos hasta Santa Fé a caminar de arriba a bajo, doscientas veces. Por momentos no sabía si estaba enamorado de ella o de estar con ella.